sábado, diciembre 10, 2005

EL PABLITO Y LA CIPOTIA

Puesiesque mi hermanita está a punto de dar a luz. Todos esperamos que tendrá una niñita, todos, especialmente Pablito, su hijito de casi tres años. Ya la sentenció: "No me vayas a traer un hermanito Mami, traeme una hermanita, la próxima vez, me traes hermanito". La llama Cipotía, y le dice secretitos al ombligo, especialmente aquel de "Cipotía te voy a comprar una boca para que comás dulces como yo." Ni que fuera nieto de Don Salarrué el mono. Aunque la verdad sea dicha todos los Salvadoreños lo somos un poco.

Nunca olvidaré la expresión de gigante bueno de viejito, aquella tarde de invierno en que llegó al Bachillerato en Artes a ver la escenificación de uno de sus cuentos. Director Argentino, una de las actrices Guatemalteca, los demás actores, alumnos del tercer año, promoción del 73, (¿O serían del primer año, promoción del 75?), yo como todos me senté en el suelo, y desde allí, fui testigo de las emociones de Don Salvador Salazar Arrué. Al ver a sus propios personajes salidos de alguno de sus Cuentos de Barro, tomar vida, hablar y moverse; con sus propias palabras de él, con sus propias palabras de ellos. Se le llenaron los ojos de agua al viejito lindo, en su humildad no las contuvo y sin remedio se le rodaron las lagrimas. Al final dijo que..."Lo que él hizo al escribir el cuento noera nada comparado a la expresión artística aquí representada esta tarde." O algo así por el estilo. También les dio las gracias a los actores por hacer feliz a un viejo como él. ¡Qué tipazo!.

Era un elegido el hombre. Su creatividad sin límite, su reconocimiento absoluto de la idiosincrasia Salvadoreña de la época, la que es en cierta medida perpetua; su dulzura, su gracia, su profundidad, su intensidad, su colorido. Me fascina su trabajo. Los Cuentos de Barro, los Cuentos de Cipotes, y el menos famoso, pero no por eso menos formidable, O'Yarkandal, marcaron nuestras vidas; las de mis hermanos, mi mamá y la mía. De modo que en nuestro dialogo cotidiano se encuentran expresiones tales como: "Pestañas de niño Dios chulón", "Zapato si, zapato no", "Reviras contras clubis", "Hebillita de ñudito" y "Aquí voy con mi sombrerooooo", sin olvidar "Semos malos", "Chupuste de sal" y otras del mismo tenor. Nosotros conocemos el color "Tsuru" (el que es todos los colores pero no es ningún color), y tuvimos animalitos muy queridos a los que llamamos "Yansidara y Hianasidri"; todo en honor a su maravillosa creación artística.

Quizás por eso es que Pablito, siendo pues un cipote Salvadoreño, piense y se exprese a lo Salarrué. Por ejemplo, le ha dado a mi hermana una lista de cosas que quiere que le compren, entre ellas están: Un río Lempa, un avión, tapaderas para todos los baches de las calles de San Salvador, y una boca para la Cipotía. La pobre Cipotía, está supuesta a nacer mañana 20 de Agosto de 1994, y todavía no se que nombre le piensan poner. Seguramente será algo dulce y femenino, con solo que no se le ocurra a Pablito llamarla algo así como Pambita, Canchecita o Taragais. O ¿Porqué no? el mas clásico de todos, aquel de: Epidermites Contranebrumoso Macatiestrambuto Domínguez. Y se acabuche.

sábado, noviembre 26, 2005

FIN DE SEMANA A LOS SESENTA

A mí me tocó crecer en el mero corazón de San Salvador. Mi mami tenia su negocio de bazar y taller de modas en la Calle Arce, allí abajito de la Bilsa, casi enfrente de donde estaban las oficinas del Seguro Social, mucho antes que construyeran el edificio nuevo allá por la 23 avenida; allí vivíamos. En una casona de 1850, con larguísimo corredor, dos patios encementados y ladrillo de alfombra. Estoy hablando de principios de los sesentas, antes del terremoto del 65; cuando las tortillas eran a 3 por ¢0.05, y los caserones viejos, abundaban por toda la ciudad.

Al llegar el sábado comenzaba a experimentarse una lasitud bien especial. Al mediodía, casi todos los negocios cerraban. Los salones de belleza se llenaban de señoras haciéndose el peinado bomba, y los canillitas pasaban dejando La Prensa y El De Hoy del domingo. Me resultaba fabuloso poder leer, y entregarme por una media hora, en medio del atardecer sabatino, a aquellos personajes tan queridos: Don Pancho y Doña Ramona, El Capitán y los Cebollitas, El Fantasma, Lorenzo y Pepita y por supuesto Trucutú. Después a traer las pupusitas allá por la Gerardo Barrios, al fondo de la Once Avenida; o talvez, ir a La Unica, antes de que cerraran, a comprar unas dos flautas de pan francés para el desayuno del domingo. ¡Que sensación!, La ciudad a dieciséis revoluciones, casi relajada, con una relajación singular, como sonriendo ante el tan bien ganado descanso.

Después de cena, nos sentábamos en la gradita del zaguán a ver llegar a las gentes que iban entrando a las fiestas de oficinas, o quizás casamientos, o fiestas rosas que se celebraban en el último piso del edificio del Seguro Social (sería 4° o 5° piso), y por un buen rato oíamos las canciones del momento, Enrique Guzmán era grande entonces, pero también se bailaba mucho Corazón de Melón y otras por el estilo. Hacíamos planes de cuando estuviéramos mayores y fuéramos nosotras las que estariamos allí, en ese mismo salón, bailando con esos mismos sones. A veces nos llevaban al Parque Bolívar a escuchar los conciertos de las Bandas Regimiéntales, las que desde el kiosco central llenaban el vecindario de cobres y metales. Corríamos agarradas de la mano mis hermanas y yo, mientras mi mami se preocupaba de que nos fuéramos a caer o extraviar entre la gente. Sonriendo saludábamos a nuestros vecinos y conocidos. ¡Que lindo!

El domingo, algunas veces, íbamos a misa a la Basílica del Sagrado Corazón. Recuerdo a Monseñor Claros diciendo misa en latín, de espaldas a los feligreses y preguntándome ¿qué estaría haciendo? Después del almuerzo ibamos a la cruzadilla o al zoológico, y a veces a la película de la una al Cine Central; nos metían el almuerzo en un par de panes franceses y nos íbamos a la carrera para no llegar tarde.

Jugábamos con nuestros primos que vivían El Modelo y que religiosamente venían a nuestra casa para la cena del domingo. Y de vez en cuando íbamos a Santa Tecla a ver a mi hermano, quien estaba interno en Santa Cecilia; ¡Esa si que era una gran aventura! Viajábamos en aquellas famosas camionetillas rápidas, mas carros familiares que vehículos de transporte público, que cobraban la exorbitante suma de pesetía por pasaje.

Invariablemente, mi abuelito Fernando nos daba ¢0.05 a cada uno el domingo por la tarde. ¡Que capital!, Podíamos escoger entre comprar una paleta, un burrito de pan dulce, 10 caramelos, 5 chicles, una menta gallito, una minuta o un sorbete. Hoy de adulta me pregunto ¿de donde le alcanzaría a mi pobre viejito para darnos a todos?. A veces le hacia tratos entre la semana y me adelantaba mi cinco, pero al llegar el domingo, no había poder en este mundo que lo hiciera darme otro, así que mejor me iba a molestar a otra parte.

En la noche nos sentábamos alrededor del televisorcito para ver uno o dos programas en familia, antes de despedir a los primos con abrazos y planes para la siguiente vez, y comenzábamos a esperar el próximo fin de semana.

Como mi mami hacia cuentas con sus empleadas el sábado en la tarde, y el domingo no habría el negocio, era bien galán, pues había lugar de descansar, de compartir con la familia, de entretenerse.

Que lindos tiempos, talvez será que me estoy haciendo vieja y pienso que los tiempos de antes eran mejores, o talvez será que de hecho lo eran. ¿Verdad? A saber, a lo mejor, quién sabe.